Desde hace bastante tiempo intento aplicar una máxima que me funciona muy bien: que tu círculo más estrecho esté compuesto sólo por personas que aporten.
Hubo una época en la que me empeñaba en justificar todos los comportamientos negativos de las personas que tenía cerca. Era aquello de «bueno, son tantas otras cosas positivas las que tiene».
Poco a poco y a medida que vas creciendo, te das cuenta de qué límites no quieres que otros crucen. Esas personas que «tenían cosas buenas» hacían que con las «malas» yo no pudiera sentirme feliz conmigo mismo. Porque en el fondo sabía que el problema era que yo lo seguía permitiendo.
Y saber que no pones límites, en según qué situaciones, te genera una sensación de dejarte invadir tremenda. Está camuflado con el día a día y esa rutina que aceptas como algo casi familiar.
Hay auténticos profesionales de robarte tiempo, espacio y energía. Son los maestros del hielo. Pueden llegar incluso a congelarte la identidad. Suelen repetir patrones donde todo lo que les sucede siempre acaba vistiéndose de víctima, cuando la realidad es que ejercen constantemente de verdugo.
Hay que estar a muerte por los nuestros, sin condiciones, así lo veo yo. Por los nuestros, no por los que se disfrazan de nuestros. Seguramente su existencia ejerce de buen filtro cuando nos damos cuenta y les quitamos la máscara.
En ese momento te caen todas las fichas: la envidia escondida, el egoísmo, el puro interés individual… Abramos los ojos porque están por todas partes. Pero lo dicho, son un buen filtro.
Así como esos ladrones de energía nos vacían, existe su antagonía en forma de «personas gasolina» que nos llenan el depósito para avanzar. No confundamos apego tóxico a alguien con equipo positivo y limpio.
Hay belleza en necesitar de forma sana a alguien. Hay conversaciones que, tras haberlas tenido, provocan en ti una sensación de optimismo y te regalan unas ganas de comerte el mundo descomunales.
De la misma forma que hay charlas y momentos con personas que nos vuelven a colocar en el lugar que merecemos y nos recuerdan cómo sentirnos mejor en momentos oscuros. Es el octanaje más alto y que, además, no contamina absolutamente nada.
Son momentos gasolina y hay que buscarlos más, siendo nosotros el depósito o siendo el surtidor.
Cuidando a quien sabemos que vibra bien y apartando (aunque cueste) a esos ladrones chupa combustible que nos empeñamos en conservar. No pasa nada por despedirse. Todos tenemos una misión en la vida de alguien y cada persona tiene un momento diseñado para la nuestra.
Y nadie nos obliga a que eso sea eterno. A veces juzgamos a quien llega nuevo como si llegara tarde y no comprendemos que en la vida las personas llegan cuando tienen que llegar.
Esto son cuatro días y no podemos tirar a la basura una parte grande del pastel. De hecho, nunca sabremos ni si llegarán a ser cuatro los días…
Como dijo Jung: «La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir». No le demos minutos de esta apasionante aventura a personas que van a malgastarlos y nos harán que no vivamos nuestra vida. Ahí sólo hay frío. Hay que volver a ser fuego.
A veces son sólo unas risas poco trascendentales, otras son abrazos y en ocasiones es una mirada o una gran idea que nace de la mano. No despreciemos los pequeños momentos gasolina, porque si conseguimos encender de nuevo nuestra llama, sólo hará falta una pequeña gota para volver a provocar el incendio. Ese que, además, derretirá a muchos por el camino.
Sirva esta reflexión (copa de vino en mano) como pequeño homenaje particular a mis personas gasolina. Qué suerte teneros. Qué excitante llega a ser acelerar en esta carrera juntos donde vamos a ganar todos.