La tierra es al vino lo que el pasto al ganado, las montañas al agua o las plantas al aire: su definidor.
Un buen vino no puede en ningún caso obtenerse de uvas crecidas en cepas cultivadas en mala tierra.
Por ello, por su importancia e identidad, es una idea interesante conocer la tierra y por qué su calidad determina la calidad del propio vino, y más teniendo en cuenta que esta semana celebramos el Día Mundial de la Conservación del Suelo.
La Ribera del Duero significa muchas cosas si hablamos de vino, pero la principal es su determinación en su personalidad.
La especial orografía de la Ribera la convierten en un lugar singular con un suelo especial… y también poco variado.
El río Duero baña a la zona dejando su impronta en el suelo y dotando al mismo de diferentes calidades. Así, la Ribera del Duero cuenta con dos tipos de suelo para cultivar la uva del vino: arcilloso y calizo.
El primero se da en la zona baja, la más próxima al río Duero y con una clara influencia por la humedad del agua dulce, conformando un suelo húmedo y poroso, penetrable por el agua y muy rico en nutrientes
El segundo lo encontramos en la zona alta, y destaca por ser menos cálido que el de la zona baja, debido a la caliza, que refleja la luz solar, y con menos absorción del agua. Hablamos de un suelo frío y seco.
Depende de donde esté cultivada la viña, naturalmente su sabor va a cambiar y así lo hará el vino que de ella se obtenga. De la tierra, a la copa, es un bonito proceso y con unos detalles realmente determinantes en su calidad y sabor.
No sólo el suelo y la tierra le dan identidad a la uva.
El clima, el suelo y la variedad (a nosotros también nos gusta añadir “el trabajo de las personas”), son los elementos cruciales en esta elaboración, lo que se conoce como “terroir».
Esto hace de una misma zona un sinfín de posibilidades para cultivar y conseguir grandes vinos.
Así que, en la próxima cena que tengas con amigos, ya tienes un dato más para poder impresionarles respecto del sabor de un buen Ribera del Duero.