Nuestra naturaleza como seres humanos nos cuenta que somos perfectamente imperfectos. Esos que tropiezan dos veces con la misma piedra. Y tres. Y veinte.
Nos sucede a diario. En el trabajo, en el amor, en la familia y en muchas de las decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida.
A veces tropezar con aquella piedra para nosotros es mejor que no hacerlo. O eso nos contamos a nosotros mismos, con infinidad de justificaciones y excusas. El placer de caer de nuevo. Lo preferimos a adentrarnos en nuevos mundos, tal vez por miedo a lo desconocido.
Pero si algo nos ha enseñado la historia es que hay que tomar nota. Las guerras que libramos en nuestro interior a veces son evitables. Pero intentando entrar en los decimales de la cuestión…
¿Y si llega un punto en que una persona ya necesita vivir en guerra constante para sentirse alguien? Es adoptar una energía a la defensiva constantemente, donde todo se cuestiona y nada satisface. Donde siempre hay un pero y parece que de la nada surgen complicaciones a diario. Un motivo (peligrosísimo) para existir.
Creo que cuando le das todo el poder a esa energía de víctima nunca puedes llegar a ser feliz. Ves bombardeos sólo en tu casa, ataques nocturnos en tu intimidad y sospechas en cualquier gesto o actitud del exterior. El mantra típico de decir en voz alta «es que yo soy así» o «es que yo soy muy directo y sincero» muchas veces tapa la verdadera problemática interna.
Hay una guerra en ti y el único enemigo a derrotar eres tú. Y todos sabemos cómo acaban las guerras. La única forma de levantar la bandera blanca es querer hacerlo sin sensación de haber perdido. Una rendición a tiempo contigo mismo es una victoria, no una derrota.
Supongo que este tipo de diplomacia es de las más complejas que existen, porque es con nosotros mismos. Y los días, semanas y meses pasan. Perdiendo oportunidades de ser feliz, de disfrutar de lo que la vida nos ha regalado, de nuestros amigos y familia o de conseguir un propósito en la vida.
No hay peor sensación que enturbiar el agua del tiempo. Por eso mismo hay que mirar dónde nace el río y cómo desemboca. Ya hemos navegado por él muchas veces y nuestra barca se ha hundido otras tantas.
Pero aquí seguimos, intentando disfrutar de la travesía con la mirada puesta en cómo hacerla mejor que la anterior. En la entrada del bloque número 4 del campo de Auschwitz se lee: «Quien no conoce su historia está condenado a repetirla». Y los Siete Sabios de Grecia mandaron la inscripción en el templo de Apolo en Delfos «nosce te ipsum» (Conócete a ti mismo).
Ya hace siglos que viene sucediendo y parece que no aprendemos.
Ni a la hora de invadir un país y generar un conflicto mundial que aniquilará muchas vidas inocentes, ni en el momento de decirle a nuestro yo interior si, tal vez, podemos intentar ser mejores personas que ayer.
No olvidemos, que para eso están los recuerdos. Si repetimos la historia, que sólo sea para replicar los momentos que construyeron un mejor presente. Si fallamos en eso, volveremos a tropezar con aquella piedra que nos hizo caer destruyendo el pasado y condenando nuestro futuro.
Tal vez todo debe empezar desde dentro para poder estar preparados fuera. No quiero un mundo que alimenta a personas librando guerras a diario. Quiero aprender de los tropiezos y rendirme a mi torpeza e imperfección.
Porque si bajando ese río se rompe la barca, recordaré que por algo mis padres me enseñaron a nadar.